No soy crítico de cine, sólo un tipo al que le gusta ver cierta clase de películas y pensarlas un poco. Imagino a Gus Van Sant como uno de los personajes más detestados y admirados del cine contemporáneo. En los últimos seis años nos recordó historias tan tristes y aburridas que seguramente podemos odiarlo, pero sucede que las contó de una manera cinematográficamente tan bella que tenemos que aplaudirlo de pie y admitirlo en el club de los realizadores soberbios.
Gerry: planos muy largos, dos ¿amigos? que viajan por el desierto, caminan hasta cansarse y charlan. No mucho más que eso, salvo por un pequeño y curioso sacudón sobre el final que tampoco mueve demasiado la historia. Semejante minimalismo ultra se prolongó en Elephant (visión cruda, estricta y no panfletaria de una de las habituales masacres estudiantiles norteamericanas, ganadora del premio máximo de Cannes 2003) y Last Days (los últimos días de un Kurt Cobain aquí llamado Blake, no autorizados por la viuda Courtney Love). El inmejorable remate de esta suerte de "serie" llegó en 2007 con Paranoid Park, la historia de un skater sin referentes familiares y atormentado por haber protagonizado un hecho que no conviene revelar de antemano. Sólo está la exposición de los hechos. Las lecturas, juicios, conclusiones, o hasta las generalmente innecesarias moralejas quedan libradas en última instancia al espectador.
Problemática adolescente, la omnipresencia vulgar de la muerte, la importancia de unas pocas palabras y -sobre todo- de los gestos para decir con lo mínimo. El tiempo transcurre (casi) a la velocidad de la vida, y (casi) todo lo que sucede nos toca de cerca, a diario, a menudo. Estos cortos filmes -difícilmente alguno de los cuatro exceda la hora y media- nos hablan de cosas comunes, habituales, de las que suceden seguido. Tristes y aburridas. Y por eso tan terribles.